EL TRONO MALDITO

José Luis Corral y Antonio Piñero, El Trono Maldito, Editorial Planeta, Barcelona 2014. 24 x 16,5, 574 pp. ISBN 978-84-08- 13253-0. Precio 21,90 euros

EL CONTEXTO HISTÓRICO

EL TRONO MALDITO arranca en el año 4 a. C., a la muerte de Herodes I El Grande, rey de Israel, y acaba poco después de la muerte del emperador Calígula, en el reinado de su sucesor Claudio, mediado el siglo I. En ese momento empieza a consolidarse el cristianismo, la nueva religión fundada por los seguidores de Jesús de Nazaret.

Durante ese medio siglo, el Imperio romano alcanza sus “fronteras naturales” (establecidas en los ríos Rin, Danubio y Éufrates y el desierto del Sáhara). Para ello, conquista y pacifica diversos territorios, entre los que figura Israel, uno de los más conflictivos ya que su relación con Roma atraviesa, en ese periodo, momentos muy complicados: los judíos sostienen continuas acciones de guerrilla contra Roma y llevan a cabo diversos alzamientos contra su poderío, que terminan en atroces baños de sangre.

Además, entre los años 4 a. C. y 45 d. C., a los movimientos políticos independentistas de los judíos se suman varios pronunciamientos religiosos que proclaman la venida del reino de Dios. Diversos profetas, algunos calificados como Mesías, predican por tierras palestinas. Uno de esos predicadores es Juan el Bautista, a quien, tras su muerte a manos de Antipas, sucede su discípulo Jesús, un judío natural de la aldea de Nazaret. La vida de Jesús transcurre durante el reinado de los emperadores Augusto y Tiberio, quienes sostienen una compleja y complicada relación política con los sucesores de Herodes el Grande, un linaje de príncipes que luchan entre ellos por hacerse con el poder sobre todo Israel.

LA NOVELA

En este apasionante momento histórico, clave para la humanidad, transcurre la acción de EL TRONO MALDITO, una novela fiel a la realidad de ese momento, que muestra la complejidad de una situación política y social un tanto singular. Al abrirla, el lector se encuentra con una trama apasionante, repleta de intrigas, traiciones, venganzas, amores imposibles y bajas pasiones, en un relato de gran intensidad que muestra, más allá de la pura anécdota, cómo era la sociedad de la época. Así, en sus páginas se asiste a la construcción de nuevas ciudades (Tiberiades), se celebran fiestas religiosas (la Pascua) o se degustan los más exóticos y deliciosos manjares en los fastuosos banquetes servidos en los palacios de los aspirantes al trono de Israel.

Además, el lector participa de momentos míticos como el famoso baile de Salomé que costó la cabeza a Juan el Bautista, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, la expulsión de los mercaderes del Templo o la muerte de Tiberio y la proclamación de Calígula como emperador. Gracias a un extraordinario y preciso manejo del lenguaje, José Luis Corral y Antonio Piñero convierten la historia con mayúscula en un relato vivo que atrapa desde la primera frase. Es más, los autores consiguen que el lector sienta que está viviendo in situ cada una de las escenas que se cuentan, porque esta es una novela muy visual, gracias a sus certeras descripciones de paisajes y personajes.

Los hechos que se narran están apoyados en una exhaustiva investigación, durante la cual Corral y Piñero han consultado obras de referencia escritas en la época, como Guerra de los judíos, de Favio Josefo; Historia romana, de Dión Casio; Cartas, de Plinio el Joven; Vidas de los doce césares, de Suetonio; Historia de Roma desde su fundación, de Tito Livio, y, por supuesto, los Evangelios y el Nuevo Testamento. Además, para ayudar al lector a situarse en el entorno histórico, el libro cuenta con mapas, árboles genealógicos de sus principales protagonistas y un apéndice cronológico con los hechos más destacados de ese medio siglo.

Si los hechos que narra EL TRONO MALDITO son apasionantes, mucho más lo son los personajes que transitan por sus  páginas. Desde el difunto Herodes El Grande, cuya presencia está latente en toda la novela, hasta sus hijos Arquelao, Antipas y Filipo; desde los emperadores Augusto, Tiberio y Calígula, hasta los sacerdotes Anás y Caifás; desde Salomé y Livia, mujeres influyentes en la política de su tiempo, hasta Glafira, Herodías o Rut, féminas que hacen perder la cabeza a los poderosos; desde los espías de Hipódamo, a los muchos agitadores y revolucionarios que luchaban por ver a Israel libre del dominio romano; desde procuradores y legados romanos hambrientos de dinero, como Sabino o Poncio Pilato, a profetas como Juan el Bautista y Jesús de Nazaret; desde personajes corruptos y egoístas como Julio Agripa a prudentes consejeros como Nicolás de Damasco. Todos, en mayor o menor medida, protagonizan las diversas tramas que conforman el hilo conductor de esta novela.

LA TRAMA

EL TRONO MALDITO es una novela de grandes momentos y apasionantes protagonistas. Pero también de tramas que atrapan desde el comienzo la atención del lector. Por debajo de la historia principal, que es la lucha enconada por el trono vacante de Israel que mantienen los hijos del difunto Herodes, subyacen otras muchas: las bajas pasiones desatadas del etnarca Arquelao; el amor imposible entre el griego Hipódamo y la judía Rut; las frágiles relaciones entre el Imperio Romano y sus vecinos orientales, como los nabateos; la desesperación de Antipas y su mujer Herodías por conseguir el ansiado trono de los judíos…

Todas funcionan como las teselas de un mosaico que muestra que “Roma jamás consentirá que la tribulaciones de una pequeña nación desestabilicen su flanco más expuesto en el extremo oriental de su Imperio. Se avecinan tiempos muy agitados para Israel”, sobre todo porque “dirigir a un pueblo como el judío, en el que palpitan sentimientos tan contradictorios, no es tarea fácil. Y aún se complica más al tener que buscar el equilibrio entre los deseos del populacho y la ambición de Roma y de su emperador, sin cuyo beneplácito el rey de los judíos no es nadie”.

A la muerte de Herodes, su hermana Salomé es la depositaria de la última voluntad del rey de los judíos, que ha decidido que su sucesor en el trono de Judea sea su hijo Arquelao, “un príncipe que goza de simpatía entre los comandantes del Ejército (…) No es uno de los príncipes más conocidos por el pueblo judío, pero ¿qué importa lo que piense la masa? (…) Un pueblo no es nada sin un rey”. Esta decisión, que tiene que ser ratificada por el emperador Augusto, no complace a Salomé, que prefiere que sea Antipas, hermano menor del designado, el que ocupe el trono vacante.

Hasta que llegue esa ratificación, Arquelao jura por “el Dios de Israel que me esforzaré por ser mejor gobernante que excelso padre, y vuestros ojos me juzgarán por ello. Y os prometo que si ha habido injusticias y agravios, yo los resolveré y acabaré con ellos”.

Sin embargo, más que renunciar al control de una parte de sus dominios, lo que realmente desea Augusto es convertir a Israel en una provincia más, sin ningún tipo de privilegio que acarree comparaciones que sirvan de excusa para romper la unidad del Imperio y la aplicación del Derecho Romano. Sabe que eso traería consigo la desestabilización de una zona conflictiva. Por eso, en un primer momento, “tras leer el testamento de mi amigo el rey Herodes, escuchar la opinión de miembros ilustres del Senado de Roma y estudiar vuestras alegaciones [las de los judíos que se han desplazado a visitarle], proclamo que Judea no será una nueva provincia romana (…) Judea seguirá siendo un reino amigo y aliado del pueblo romano (…) y Galilea y Perea continuarán siendo una tetrarquía (…) y en cuanto al futuro rey de Israel tampoco voy a pronunciarme todavía”.

Más adelante, y ante la tensión que se genera entre Arquelao y Antipas, Augusto vuelve a convocar a los judíos para transmitirles su decisión: “Las regiones de Judea, Samaria e Idumea quedan bajo el dominio de Arquelao, pero lo ejercerá con el título de etnarca. No serás rey, de momento. No tendrás la autoridad real sobre las otras partes. Pero si en el ejercicio de tu gobierno demuestras el temple, la autoridad y la capacidad de tu padre, y si tus hechos y obras te hacen merecedor de ello, te concederé el título de rey de Israel. Tendrás que ganártelo (…) Perea y Galilea quedan bajo el gobierno de Antipas, con el título de tetrarca”.

Con esta decisión, Augusto deja claro que no confía en los hijos de su antiguo amigo. El trono real queda vacante, lo que parece confirmar la suposición de que está maldito. Además, acrecienta el odio que Arquelao siente hacia su hermano, pero no puede hacer nada contra él, salvo dejar pasar el tiempo y vigilar las posibles conspiraciones que hagan peligrar su puesto. Para esta misión, contará con la ayuda de Hipódamo, un joven de origen griego, al que nombra jefe de la Policía.

El tiempo va pasando. Arquelao endurece su forma de gobernar y provoca la indignación de su pueblo por su lujuria, su lascivia y sus constantes escándalos. Uno de los más vergonzantes es su unión carnal con Glafira, viuda de su hermano Aristóbulo. Las revueltas se suceden contra el poder y “el Dios de Israel parece sordo, ciego y mudo ante tantas plegarias que ascienden a su trono, y no manifiesta el menor gesto en ayuda de su pueblo”.

Cada vez son más las voces en contra de Arquealo que piden en Roma que acaben con él. Augusto decide actuar contra ese pernicioso gobierno, convoca a Roma a Arquelao y le comunica que queda confinado “en una aldea cerca de la ciudad de Viena de las Galias (…) todos tus bienes son confiscados y pasan a formar parte de la Hacienda imperial… A partir de este mismo momento, las regiones de Judea, Samaria e Idumea pasan a ser una provincia bajo administración directa del Imperio, encomendadas a la autoridad de un prefecto que dependerá del legado imperial en Siria. De nuevo, el trono seguirá vacío y “Antipas tendrá que ser paciente, esperar, aguardar, resistir, no rendirse”.
Augusto muere sin resolver el problema del trono de Israel. Al frente del Imperio le sucede Tiberio, amigo personal de Antipas, quien confía en la resolución a su favor porque es “el último heredero de la estirpe de David y Salomón y tengo derecho a ostentar la corona”. Sin embargo, la voluntad del césar es que “las cosas se mantengan en Oriente como están (…) Tal vez más adelante”.

Antipas continúa esperando y las cosas no son fáciles. Rompe su matrimonio con Fáselis, la hija del rey Aretas de los nabateos, al conocer a la bella Herodías, abriendo un delicado frente de inestabilidad política. Pero el verdadero problema será otro: “A palacio llegan noticias sobre un predicador, de nombre Juan, un desharrapado mugriento que anda por los caminos de Galilea anunciando la inmediata llegada de extraños acontecimientos (…) Muchos afirman que es un profeta y que no se conoce otro en Israel desde Elías y que no cabe duda de que se trata de un enviado de Dios”. Y no será el único. “Hay un nuevo profeta entre los seguidores de Juan el Bautista (…) Su nombre es Jesús (…) Es un predicador extraordinario que encandila con su voz, sus gestos y su claro mensaje a cuantos lo escuchan”.

Tras la muerte de El Bautista a manos de Antipas, Jesús se queda como única cabeza del movimiento que proclama la inminente llegada del reino de los cielos. El número de sus seguidores no para de crecer. Allá donde va, la gente se reúne para escuchar sus palabras, lo que inquieta a Antipas y a Hipódamo, su jefe de policía. No quieren tomar una decisión sobre ese hombre y dejarán que sea Poncio Pilato, el gobernador romano de Judea y Samaria nombrado por Tiberio, quien tome la decisión de atajar los disturbios y conflictos ocasionados por Jesús y sus seguidores. Para ello, contará con la ayuda de Caifás, el sumo sacerdote del Templo de Jerusalén, y su suegro, el poderoso Anás.

Jesús es prendido y llevado a juicio. Se le acusa de “seducir y engañar al pueblo, de blasfemar pública y reiteradamente perturbando en extremo el orden y la paz del Templo, de la ciudad y de todo Israel (…) Es un falso profeta que merece la muerte”. Se ha convertido en una molestia para todos y es condenado a morir en la cruz, “una forma de castigo muy rara en Roma, habitual en algunas de sus provincias, y se trata de una condena a muerte que por su vistosidad ejerce una manifiesta ejemplaridad”.

Aunque la muerte de Jesús causa alegría a Antipas, este siente que tiene otro problema frente a él: la actitud de su cuñado Julio Agripa, cuyas andanzas en Roma preocupan al tetrarca de Galilea y Perea. “Ocioso, despreocupado, con ganas de vivir, Agripa se entrega a una vida de lujo y dilapidación”. Gran derrochador, se verá obligado a huir de Roma a causa de sus deudas. Herodías acoge a su hermano y su esposa, pero también tendrá que marcharse de Tiberiades por su mala relación con Antipas. Tras varios engaños y huidas desesperadas, Agripa vuelve a Roma y retoma sus antiguas relaciones con Calígula, hijo de Germánico, que sucederá a Tiberio al frente del Imperio.

Una de las primeras decisiones que tendrá que tomar Calígula será la resolución del trono de Israel, todavía vacante. Como ser divino, Calígula querrá sorprender a todos. Así, escribe una carta al Senado “proponiendo que el ilustre y noble Julio Agripa reciba la tetrarquía de las regiones orientales de Batanea y Gaulanítide, para que las gobierne con el título de rey, ¡Julio Agripa, rey de los judíos! (…) Y además, es mi deseo que también se te conceda la tetrarquía que gobernaba Lisanias, para que los territorios bajo tu mando adquiera una mayor extensión”.

En Israel, esta decisión es bien acogida y creen que la llegada del rey Julio Agripa a las regiones vecinas va a traer una época de próspera felicidad, pero nada más lejos de la realidad. Antipas, el eterno aspirante al trono de Israel, desea vivir sus últimos años en paz, mientras que Herodías, envidiosa de la suerte de su hermano, insta a su marido a luchar por sus derechos a la corona. Tanta es la insistencia de la mujer, que Antipas viaja a Roma a defender que el gobierno de toda Palestina quede en manos de los propios judíos. Pero el trono de Israel está maldito para los hijos de Herodes: Calígula condena al destierro a Antipas y decreta que “la tetrarquía de Galilea y Perea sea entregada al rey Julio Agripa, que sabrá gobernarla para beneficios de sus gentes y provecho del pueblo romano”.

Finalmente, en un desenlace apasionante, la trama muestra cómo todos los que habían participado en los asesinatos de Juan Bautista y Jesús van recibiendo su propio merecido. De entre todos los protagonistas, primarios y secundarios, se salva una bella mujer, cuyo destino final emocionará sin duda a los lectores. Después de tantos sucesos, aventuras, tantas perfidias, traiciones y peripecias el final introduce un estado de calma y de serenidad con una perspectiva gozosa oara los seguidores de Jesús, el gran perseguido de la trama.

CLAVES PARA ENTENDER EL MOSAICO ISRAELÍ
EN EL SIGLO I  D.C.

Salomé, la hermana de Herodes el Grande, sabía que era difícil que en Roma ratificaran el testamento del rey de los judíos. Su familia era “una jauría de fieras cuyos miembros son incapaces de vivir sin matarse unos a otros”, la muestra a pequeña escala de un país más parecido a un “peligroso avispero en el que hasta los hermanos se pelean entre sí como lobos hambrientos ante la comida”.

Los judíos “son celosos guardianes de sus tradiciones y de su religión, a los que consideran la única verdadera (…). Consideran que Dios ha elegido al judío como pueblo singular, como su pueblo (…) Llevan sus leyes grabadas en el alma desde que tienen uso de razón, y son capaces de morir antes que renunciar a sus tradiciones”.

Los judíos se dividen en varios grupos. “Tres son los importantes: fariseos, saduceos y esenios. Los fariseos son pequeños comerciantes y modestos campesinos que observan estrictamente la ley de Moisés; se llaman a sí mismos “los separados” y “el pueblo de la Ley” y aguardan la pronta venida de un Mesías que libre a Israel del dominio romano (…) Se rigen por el Levítico (…)Los saduceos forman una casta de ricos hacendados terratenientes. En sus prácticas religiosas solo admiten lo escrito en los cinco libros de la Torá, nuestra Ley, no creen ni en los profetas ni en otra vida en el más allá y aprueban que puedan tomarse varias esposas (…) Los esenios son unos visionarios que se creen iluminados por Dios, que interpretan las Escrituras a su manera y que también aguardan la llegada del Mesías. Se consideran los únicos elegidos para salvarse y los depositarios de la verdad revelada (…) También están los escribas, un grupo de especialistas en la Ley (…) y los ancianos (…) integrantes del Sanedrín (…) que controlan la Justicia; y los sacerdotes del Templo, un colegio de unos trescientos socios divididos en nos veinticuatro grupos a los que ayudan unos cuatrocientos levitas”.

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Ficha del libro

Título: El trono maldito
Editorial: Editorial Planeta
Autores: José Luis Corral y Antonio Piñero
ISBN: 978-84-08-13253-0
Formato: 15 x 23 cm | Nº de páginas: 576 páginas

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